December 11th,

El autobús se paró justo delante de mí. Las puertas se abrieron y antes de entrar tomé una buena bocanada de aire. Mis mejillas estaban sonrosadas por culpa del frío y todo mi cuerpo temblaba.

Entré y pagué el billete para después sentarme en mi asiento de siempre. Comencé a escuchar música al tiempo que observaba a la gente entrar y tomar asiento. Genial, pensé. Voy a tener que empezar a borrar canciones. Y era verdad, porque casi todas me recordaban a él.

Un hombre joven y con muletas entró, se sentó en su asiento habitual y saludó al conductor del autobús, que no tenía cara de muchos amigos. Seguidamente, una mujer de pelo negro y corto entró por la puerta del autobús y después de saludar al autobusero se sentó junto al hombre joven y empezaron a conversar, como de costumbre. Todo parecía normal: la gente subía al vehículo con cara de haber pasado mucho frío, pagaban el billete y se sentaban. Cada una de esas personas tenía una vida de la que yo no sabía y nunca iba a saber nada.

Y entonces entró. Tenía la chaqueta abrochada hasta arriba y se frotaba las manos mientras pagaba al conductor. Cuando comenzó a caminar por el estrecho pasillo que había entre los asientos de la derecha y los de la izquierda, sus ojos marrones se encontraron con los míos. Desvié la mirada una fracción de segundo, pero luego volví a mirarle con los labios apretados. Él miró hacia otro lado y no supe lo que estaba pensando, pero sí sabía lo que veía: a una chica rota, decepcionada, hecha pedazos, incapaz de saber cómo continuar con su vida.

Se sentó unos asientos más atrás de donde estaba el mío. Me miré las manos, que temblaban ligeramente. Unas cuantas personas subieron y el autobús arrancó, por fin, y condujo con prisa por la carretera.

Miré hacia atrás disimuladamente, procurando no encontrarme con su mirada. Qué tontería. Estaba demasiado ocupado hablando con aquella chica como para estar mirándome a mí. Ella se reía por algo que él acababa de decir mientras él le comía con los ojos la sonrisa, tal y como solía hacer conmigo.

Me entraron ganas de vomitar.

Creía que había sido especial para él, creía que siempre lo sería. Pero en cuestión de dos semanas se había olvidado completamente de mí y allí estaba, hablando con una chica que conocía de hacía apenas dos días. A él le gustaba, se le notaba en la mirada; y estaba segura de que a ella le gustaba también.

¿Qué idiota no se enamoraría de él?

Pero sentía que el corazón se me rompía más, aunque pareciera imposible. Me llevé una mano al pecho, agarrando la chaqueta con fuerza, y me obligué a cerrar los ojos, respirar hondo y mantener los pedazos rotos en su sitio.

Quise ser ella. Quise que él me volviera a mirar como la miraba a ella, quise volver a ser especial, quise volver a ser la única. Deseaba con todas mis fuerzas volver el tiempo atrás y ser capaz de disfrutar otra vez de todos y cada uno de los momentos que viví a su lado. Quería que me llamara Sandrita como solo él hacía, quería volver a ser todo para él, quería que me quisiera.

No puedes vivir en el pasado, me recordé.

Y era verdad: no podía. Tenía que seguir adelante, con o sin él; tenía que obligarme a olvidarle, a aprender a vivir por mi cuenta. Sin embargo, no quería hacer todo eso. Una parte de mí no quería, pero me estaba obligando a hacerlo porque era lo que tenía que hacer. No tenía opción.

Le hubiera querido toda mi vida, pero tenía que dejarle ir.

Para siempre.

Por el rabillo del ojo volví a observarles una vez más. Ella se tocaba el pelo y él sonreía.

Y me di cuenta de lo poco que le había costado olvidarme.

Con los ojos llorosos, me apoyé en el cristal y observé el exterior. Hacía un frío de cojones y faltaba poco para las vacaciones de Navidad.  Sí, está bien, me dije a mí misma. Distráete. Porque eso era lo que hacía últimamente, distraerme. Me ayudaba a no pensar, y eso era algo bueno, porque al menos podía continuar con mi vida sin pensar en él. Las distracciones eran buenas.

¿Era la chica esa una distracción para él o le gustaba de verdad?

Cerré los ojos con fuerza y escuché un pitido que anunciaba que mi parada era la próxima. Juré que a partir de ese momento cogería otro autobús diferente.

El vehículo paró y las puertas se abrieron. Bajé de mi asiento, me eché la mochila al hombro y caminé por el pasillo. Salí por la puerta; el aire frío del exterior me azotó en la cara. Y entonces el autobús continuó su recorrido.

No supe si él me había mirado al salir. Quizá no, o quizá sí.

Nunca lo sabría, como muchas otras cosas.

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